24 de marzo de 2010

¿Por qué estamos aquí? ¿No lo sabes? Creí que lo habías adivinado



Bea me observaba tensa, mirando por encima del hombro a los transeúntes que se deslizaban a nuestra espalda en soplos de gris y de viento.
—No sé de qué te ríes —dijo—. Lo dice en serio.
—No me río. Estoy muerto de miedo. Pero es que me alegra verte.


Una sonrisa a media asta, nerviosa, fugaz.
—A mí también —concedió Bea.
—Lo dices como si fuese una enfermedad.
—Es peor que eso. Pensaba que si volvía a verte a la luz del día, a lo
mejor entraba en razón.
Me pregunté si aquello era un cumplido o una condena.





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Nuestras miradas se encontraron en el reflejo.
Tú me enseñaste algo la otra noche que no había visto jamás —murmuró Bea—

Ahora me toca a mí...




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—Creí que no vendrías —dijo Bea.


Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra, recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo. Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.
—Cierra la puerta —indicó sin levantarse—. La llave está puesta en la cerradura.

Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.

—Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?

—Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?

Sonrió en la penumbra y me tomó de la mano.

—¿No lo sabes? Creí que lo habrías adivinado...


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(La sombra del viento, Carlos Ruiz Zafón)





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